Es un escándalo sin precedentes. El jefe del personal de la Casa Blanca, Reince Priebus, era parte del complot destinado a desestabilizar al presidente Trump y preparar su destitución. Priebus estaba alimentando las filtraciones cotidianas que han venido perturbando la vida política estadounidense, principalmente las vinculadas a la supuesta colusión entre el equipo de Donald Trump y el Kremlin. Al despedirlo, el presidente Trump entró en conflicto con el establishment del Partido Republicano, partido que el propio Priebus presidió en su momento.
Dicho sea de paso, todas esas “filtraciones” sobre las agendas y contactos de diferentes personas no han aportado absolutamente ninguna prueba sobre las acusaciones contra Trump y su equipo de campaña.
La reorganización del equipo de Trump, después del despido de Priebus, ha sido en detrimento de las personalidades republicanas y a favor de los militares que se oponen al tutelaje del Estado Profundo. De hecho, ha dejado de existir la alianza con Donald Trump que el Partido Republicano había tenido que aceptar, de mala gana, el 21 de junio de 2016, durante la convención de investidura del hoy presidente de EEUU.
Así que nos encontramos nuevamente ante la ecuación inicial: de un lado, el presidente de la «América Profunda»; del otro, toda la clase dirigente de Washington respaldada por el Estado Profundo –o sea, la parte de la administración a cargo de mantener la continuidad del Estado más allá de la alternancia entre los grupos políticos.
Es evidente que esa coalición cuenta con el respaldo del Reino Unido y de Israel.
Y sucedió lo que tenía que suceder: los líderes demócratas y republicanos se han puesto de acuerdo para contrarrestar la política exterior del presidente Donald Trump y mantener sus prerrogativas imperiales.
Con ese objetivo acaban de adoptar en el Congreso una ley de 70 páginas que impone oficialmente sanciones contra Corea del Norte, contra Irán y contra Rusia. De manera unilateral, ese texto impone además a todos los demás Estados del mundo la obligación de respetar las sanciones comerciales estadounidenses. Por consiguiente, esas sanciones se aplican de hecho tanto a la Unión Europea como a China, al igual que a los Estados oficialmente designados como blancos de esas medidas punitivas.
Sólo 5 parlamentarios se separaron de esa coalición y votaron en contra de esta ley: los representantes Justin Amash, Tom Massie y Jimmy Duncan y los senadores Rand Paul y Bernie Sanders.
Varias disposiciones de esa ley prohíben más o menos al poder ejecutivo estadounidense –o sea, a la Casa Blanca y las diferentes dependencias federales– aligerar en alguna forma las sanciones comerciales que el Congreso impone. Donald Trump se ve así teóricamente atado de pies y manos.
Por supuesto, siempre le queda al presidente Trump la posibilidad de oponer su veto a la ley aprobada por los parlamentarios. Pero, según la Constitución estadounidense, el Congreso sólo tendría que volver a votar el texto en los mismos términos para hacer prevalecer su voluntad ante el veto del presidente. Así que este último se limitará a firmar la ley para ahorrarse el peligro de sufrir una derrota ante los parlamentarios.
El hecho es que estamos a punto de ser testigos, en los próximos días, de una guerra inédita. Los partidos políticos estadounidenses tienen intenciones de echar abajo la «doctrina Trump», según la cual es mediante su propio desarrollo económico que EEUU debe mantener su liderazgo mundial. Y pretenden, por el contrario, volver a la «doctrina Wolfowitz» de 1992, la cual estipula que, para mantener su posición de predominio mundial, Washington debe obstaculizar el desarrollo de todo posible competidor.
Paul Wolfowitz es un trotskista que se puso al servicio del presidente republicano George Bush padre en la lucha contra Rusia. Diez años después, bajo la administración del también republicano George Bush hijo, Wolfowitz fue secretario adjunto de Defensa y posteriormente presidente del Banco Mundial. Pero en la elección presidencial del año pasado, Wolfowitz aportó su respaldo a la candidata demócrata Hillary Clinton. En 1992, Wolfowitz escribía que para EEUU el competidor más peligroso era… la Unión Europea y que Washington tendría que destruirla políticamente, e incluso en el plano económico.
La ley que los parlamentarios estadounidenses acaban de adoptar pone en peligro todo lo que Donald Trump había logrado durante los últimos 6 meses, específicamente en la lucha contra la Hermandad Musulmana y sus organizaciones yihadistas, la preparación de la independencia de la región de Donbass –que acaba de anunciar que pasará a llamarse Malorossiya (Pequeña Rusia)– y el restablecimiento de la Ruta de la Seda.
Como primera medida de respuesta, Rusia ya hizo saber a Washington que tendrá que reducir el número de funcionarios de su embajada en Moscú al número de funcionarios que cuenta la embajada rusa en la capital federal estadounidense, o sea 455 personas, expulsando así a 755 diplomáticos estadounidenses. Eso quiere decir que la embajada estadounidense en Rusia contaba 1 210 funcionarios. Moscú hace notar así que si ha existido algún tipo de interferencia rusa en la política estadounidense, no se trata ciertamente de nada comparable con la envergadura de la injerencia de EEUU en la vida política rusa.
Por cierto, el 27 de febrero pasado, el ministro ruso de Defensa, Serguei Choigu, anunció al parlamento de la Federación Rusa que sus fuerzas armadas cuentan ahora con la capacidad de organizar –ellas también– «revoluciones de colores», algo que EEUU viene haciendo desde hace 28 años.
Mientras tanto, los europeos ven con estupor como sus amigos en Washington –Barack Obama, Hillary Clinton, John McCain– acaban de bloquear toda esperanza de crecimiento en los países de la Unión Europea. Sin embargo, a pesar de esta cruel sorpresa, los europeos siguen sin entender que el supuestamente «imprevisible» Donald Trump en realidad es su mejor aliado. Totalmente aturdidos por ese voto del Congreso estadounidense, que los sorprende en plenas vacaciones de verano, los europeos no hallan nada mejor que ponerse «en posición de espera».
A falta de una reacción inmediata podrán verse arruinadas las empresas que invirtieron en la solución de la comisión europea encargada de garantizar el abastecimiento energético de la Unión. Wintershall, E.ON Ruhrgas, N. V. Nederlandse Gasunie y Engie (la antigua GDF Suez) están implicadas en la construcción de la nueva tubería paralela a la tubería ya existente del gasoducto Nord Stream, trabajo ahora prohibido por el Congreso de EEUU. Con ello pierden esas empresas no sólo la posibilidad de presentarse como aspirantes en procesos de licitaciones en EEUU sino también todos sus fondos depositados en suelo estadounidense. Se les bloquea además de inmediato todo acceso a los bancos internacionales y no podrán continuar sus actividades fuera de la Unión Europea.
El gobierno alemán ha sido, por el momento, el único en expresar su descontento. No se sabe si logrará convencer a los demás gobiernos europeos y obtener que la Unión Europea se rebele al fin contra su amo estadounidense. Nunca antes se había visto una crisis similar y por tanto no existen puntos de referencia que permitan anticipar el curso de los acontecimientos. Es probable que varios Estados miembros de la UE defiendan, aún en contra de sus socios europeos, los intereses de EEUU, o más bien la versión de esos intereses que presenta el Congreso estadounidense.
Como cualquier otro país, EEUU tiene derecho a prohibir a sus empresas que mantengan relaciones comerciales con tal o más cual Estado extranjero, así como a prohibir los intercambios con empresas de otras nacionalidades.
Pero, según la Carta de las Naciones Unidas, ningún Estado puede imponer a otro sus propias decisiones en materia de comercio. Y eso es lo que hizo EEUU con su política de sanciones contra Cuba.
En aquel momento, por iniciativa de Fidel Castro –que no era comunista–, el Gobierno Revolucionario de Cuba inició una Reforma Agraria que no fue del agrado de Washington. Los países miembros de la OTAN, cuya última preocupación era la suerte de aquella islita del Caribe, se plegaron a aquellas sanciones. Poco a poco, el soberbio Occidente pasó a ver como algo normal el tratar de rendir por hambre a los Estados que se resistían al poderoso amo estadounidense. Hoy vemos, por primera vez, como la propia Unión Europea se ve directamente afectada por una forma de dominación que ella misma ayudó a instaurar.
Más que nunca, el conflicto entre Trump y el establishment estadounidense adopta una forma cultural. En ese conflicto se enfrentan los descendientes de los inmigrantes que llegaron a EEUU en busca del «American Dream» y los descendientes de los puritanos que llegaron a América a bordo del Mayflower.
Eso explica, por ejemplo, las críticas de la prensa internacional sobre el lenguaje, ciertamente vulgar, del nuevo jefe de prensa de la Casa Blanca, Anthony Scaramucci. Hasta ahora, Hollywood había reflejado sin problemas los modales poco convencionales de los hombres de negocios neoyorquinos. Pero ese lenguaje soez es presentado ahora como algo incompatible con el ejercicio del poder. El ex presidente Richard Nixon solía expresarse así y fue una de las cosas que se le reprochó cuando el FBI organizó el escándalo del Watergate para obligarlo a dimitir. Sin embargo todos reconocen que Nixon fue un gran presidente –puso fin a la guerra de Vietnam y reequilibró las relaciones internacionales al establecer vínculos diplomáticos con la República Popular China, frente a la URSS. Resulta sorprendente ver a la prensa europea repetir hoy el argumento puritano, religioso, contra el vocabulario de Scaramucci para juzgar la competencia del equipo de Trump en materia de política, como también sorprende que el propio Trump lo haya despedido a pesar de que acababa de nombrarlo.
El futuro del mundo puede estar en juego tras lo que hoy parece una simple lucha de clanes. Es posible que esté en juego la posibilidad de que ese futuro esté hecho de enfrentamiento y dominación o de que sea un futuro de cooperación y desarrollo.
Source: Red Voltaire